Lo
acontecido en el tristemente célebre Comité Federal del PSOE el pasado sábado 1 de octubre abre más de una incógnita respecto del futuro inmediato de la organización,
pero tuvo la virtualidad de despejar otras muchas. La principal, la incapacidad
del actual PSOE para llevar a cabo su propia y necesaria regeneración interna.
Lamentablemente, el PSOE ha optado por seguir los pasos
de la rama catalana de la organización, que en las tres últimas décadas ha
pasado de la centralidad y el suelo electoral del 30%, a la práctica
irrelevancia y al techo del 15%, propiciando con su comportamiento la aparición
de partidos y competidores nuevos que germinan y crecen a la sombra de sus
múltiples y persistentes ineficiencias, a las que ni se ha querido ni se quiere
poner remedio, por lo que no parece aventurado afirmar que, sin un sincero y
creíble cambio de rumbo - que era urgente hace ya demasiado tiempo -, el
resultado acabe siendo similar al experimentado en la comunidad vecina.
No parece, en efecto, que poner remedio a esa deriva
pueda ser uno de los logros de Susana Díaz, quien exhibe sus avales en forma de
firmas o delegados congresuales, los mismos que prestó a Sánchez para que
Madina no se hiciera con el cargo, al que entonces le hizo pagar que se
atreviera a postularse y competir en las primarias para la elección del
Secretario General. Al igual que ahora le ha hecho pagar a aquél que se
convirtiera en un obstáculo para sus objetivos personales: hacerse con el
control de la organización y, acto seguido, con la Presidencia del Gobierno de
España.
Porque ella, como otros muchos, prefiere las primarias
sin urnas a la incertidumbre del voto libre y secreto de la militancia y de los
votantes; la aclamación de los delegados ya “enseñados” al sentir íntimo de los
afiliados y simpatizantes; el sello del aparato, en suma, al recuento de
papeletas.
Y al saberse dueña de los avales que permitieron a
Sánchez presentarse a la elección interna, y de una gran parte de las papeletas
que lo hicieron Secretario General, concluyó que, tras el resultado del 20-D, y
tras el que se dio en junio, había llegado ya el momento en que “el Partido” se
encomendara a ella como heroína de un PSOE a la deriva, al que ofrecerá el
escenario idílico que la organización disfruta en Andalucía. Pero, eso sí, sin
elecciones internas ni demás zarandajas que tanto dividen al “Partido” y que
tanto se alejan de la cultura tradicional de la organización y que, por último,
incluso pueden darle a los afiliados y votantes la oportunidad de equivocarse y
votar a otro/a candidato que no sea ella.
Ahora bien, para llegar a ese punto era imprescindible
acabar con Sánchez, lo cual implicaba cercenar de raíz toda posibilidad que
terminara por consolidarle en el cargo, cual sería que se hiciera con la
Presidencia del Gobierno de España (algo que nunca estuvo a su alcance, salvo
contando con los votos de Convergencia, no menos corruptos que los del PP) o,
simplemente, lograra mejorar los resultados del partido en unas terceras
elecciones, acabando con la amenaza de Podemos en la lucha por la hegemonía de
la izquierda y, al mismo tiempo, recuperar la condición de alternativa que
espera turno ante el desgaste de un gobierno popular en minoría, escenario éste
último perfectamente posible hace tan sólo un mes.
La verdad, Sánchez lo tenía muy difícil, pero su
respuesta tampoco ha estado a la altura del desafío que el PSOE tiene
planteado.
Más bien, su respuesta ha sido propia de la misma escuela
en la que aprendió su contrincante: el regate corto y el tacticismo miope de
quienes siguen instalados en el S.XX y en sus lugares comunes ante las
circunstancias y retos de un presente muy distinto al hasta ahora conocido.
Lo que le convenía al PSOE pasaba por negociar con el PP
una abstención tras el 20-D a cambio de importantes contrapartidas; mientras
que las materias que quedaran fuera de ese acuerdo se convertirían en elementos
de oposición a un gobierno extremadamente débil y en minoría. El desenlace
serían unas nuevas elecciones en el plazo de uno o dos años, con un PSOE con
claras posibilidades de armar, entonces sí, un gobierno alternativo encabezado
por el candidato socialista.
Entre tanto, Sánchez tenía la oportunidad de erigirse en
líder de la oposición mientras el gobierno sería presa de un continuo
desgaste, lo que le hubiera posibilitado ir ganando legitimidad interna en la
organización para acometer la verdadera tarea que el PSOE tiene por delante: su propia regeneración.
En lugar de eso, le dio la excusa perfecta al eterno
aparato del partido y a sus valedores: la convocatoria de unas primarias exprés
en apenas dos semanas a las que sólo se presentaría él, con la intención de
ganar tiempo hasta las terceras elecciones, donde el resultado podía ser más
favorable al PSOE que el obtenido en las dos convocatorias anteriores, al
menos, para aumentar la distancia sobre Podemos y así poder presentarse
internamente como el líder que acabó con la amenaza del sorpaso, lo que él
pensaba que le acabaría consolidando en el cargo.
El desenlance es conocido. Y tras él, las opciones del
partido para escapar de un destino que parece escrito son muy limitadas, en
todo caso, ninguna pasa por Susana Díaz, ni por una vuelta a las esencias de lo
que fue la organización en el S.XX, sino por una refundación que vuelva a
convertir al PSOE en el instrumento mayoritario de cambio y transformación del
país.
El tiempo se agota, y si Podemos no se equivoca y el
debate interno se acaba inclinando hacia Íñigo Errejón, el PSOE se convertirá
en un partido marginal e irrelevante. Por eso podemos decir que, hoy por hoy,
el mejor aliado con el que cuenta el partido para evitar su fatal destino se
llama, casualidades de la vida, Pablo Iglesias.